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La actual crisis venezolana ha hecho correr mucha tinta, y con justa razón por cierto. Sin embargo, mientras los analistas tienden a subrayar sobre todo el caos económico, los nexos indebidos entre el negocio de la droga y el “negocio político”, la ambigüedad de la postura estadounidense, las ansias de poder de los dirigentes, y otros factores coyunturales, sorprende constatar la ausencia en el debate del rol de la ideología como factor de decisión política. La incesante transformación que con estupefacción muchos estamos descubriendo cada día en Venezuela – alimentada por nuevas e inesperadas “sorpresas” que no cesan de complicar la situación – está profundamente anclada en la “cosmovisión” ideológica de los dirigentes y en las “enseñanzas” de la historia, guía privilegiada para hacer frente a lo que los líderes bolivarianos llaman “imperialismo”.
En esta línea, el rol de Cuba – principal aliado continental de la Venezuela que se declaró socialista en el 2005 – amerita un examen minucioso. Para nadie es un secreto que los cubanos envían algo más que médicos en dirección del país sudamericano. Junto a un contingente considerable de profesionales de la salud, de técnicos deportivos y otros profesionales, la presencia de los caribeños, así como la experiencia revolucionaria por ellos transmitida, genera también un impacto más profundo, ayudando a definir una vía adecuada para salir del “abismo” en el que el Gobierno de Maduro se encuentra entrampado.
El fuego inextinguible del ejemplo de la Isla, primer territorio de América Latina en enfrentarse con éxito a la potencia del Norte, no solo está ejerciendo una influencia decisiva, sino que, por su larga permanencia en el tiempo, contribuye a elevar el pasado del continente en eje explicativo, en patrón revelador de “ley de la historia”. Hugo Chávez contó desde temprano con el consejo codiciado de Fidel Castro, quien dio impulso a un intercambio cuya faceta menos conocida incluye también el de las ideas políticas (no olvidemos que el propio Nicolás Maduro estuvo en Cuba en los 80 en una escuela de formación de cuadros). Lejos de querer reducir a Maduro y a los suyos a simples “marioneta” de La Habana – que sin duda no lo son – no es de sorprender que en este entramado complejo, y ante una situación convulsionada que no parece tener muchos precedentes, las indicaciones del “hermano mayor” estén adquiriendo una dimensión ejemplar, la de un testimonio único de quien ya ha sabido superar en el pasado una fase crítica similar a la experimentada hoy por los venezolanos. La consolidación de la polémica Asamblea Constituyente “ciudadana”, así como la ampliación de la estructura de las milicias pro-chavistas, llamadas a defender el “sueño de Bolívar”, son solo algunos de los índices que parecen resonar en las sombras del pasado de nuestro continente; un pasado que la Revolución Cubana, con su sempiterna aunque aletargada permanencia, nos obliga a menudo a recordar.
Ya en el año 2005, Nicolás Maduro pretendía darnos un ejemplo de lección histórica, cuando recobraba la vigencia de una experiencia de hace más de 40 años: “La burguesía está pretendiendo hacer contra mí lo mismo que hizo contra Salvador Allende. Si ustedes revisan la historia verán como a Salvador Allende le hicieron una guerra parecida. Nosotros la hemos neutralizado y la vamos a derrotar”. El proyecto de la Unidad Popular en Chile (1970-1973), y las causas de su trágico desenlace, son evocados aquí no simplemente como un recurso retórico llamado a recuperar una figura que cada vez se observa con mayor respecto, sino con una auténtica convicción ideológica, la de estar atravesando un camino semejante, pero no por ello condenado al mismo destino funesto. En la óptica del Presidente venezolano, inspirado por sus contactos con los experimentados cubanos, también en su país la “burguesía” le está haciendo la vida imposible a su proyecto de izquierda; también el “imperialismo” usa sus “artimañas” para debilitar la frágil economía del Estado, pero – como lo anuncia en su evocación histórica – algo ha cambiado. Ese “algo” consiste, en su retórica, en los intentos decididos, y por ahora fructuosos, de “neutralizar” la “arremetida enemiga”, de “derrotar a la reacción contrarrevolucionaria”. Por más ajeno que ello parezca, el uso de este lenguaje singular, olvidado por muchos, acompañado de la evocación significativa de la experiencia allendista, nos hace rememorar una era que creíamos sellada; una etapa marcada por la latencia de contradicciones ideológicas irreconciliables y por los debates incendiarios sobre cómo debía efectuarse la “revolución”.
Lo que Nicolás Maduro y su administración están llevando a cabo mediante las medidas implementadas en los últimos meses que, bajo nuestra mirada distante, difícil nos resulta entender a cabalidad, es por ende una manera de enfrentarse a un sino ciertamente espinoso pero que, a la luz del pasado, podría ser, esta vez, contrarrestado.
Cuando Fidel Castro estuvo en Chile, recorriendo incansablemente los territorios más diversos de nuestro país, extrajo una serie de conclusiones que lo embargaron de un creciente pesimismo sobre el futuro de la UP, el que a su juicio se anunciaba dramático, a menos que la línea dominante del ejecutivo chileno fuera rectificada. En su famoso discurso en el Estadio Nacional, en diciembre de 1971, el barbudo dirigente advertía que en Chile “la reacción, la oligarquía está mucho más preparada de lo que estaba la de Cuba” y que, en consecuencia, al haber “visto el fascismo en acción”, la supuesta excepcionalidad chilena – en la cual Allende quería creer, mientras Fidel Castro ya había dejado de considerarla como tal – no podría escapar a la “ley de la historia”, que “tiende hacia las formas más brutales, más bárbaras de violencia y de reacción”. En pocas palabras, en conclusiones del antiguo guerrillero la solución a la crisis pasaba por las armas, por la capacidad efectiva de defender la “revolución” ante la inminencia de un ataque que también optaría por el mismo cauce violento.
¿¡Con qué intensidad resuenan estas palabras en la Venezuela de hoy!?
Como el propio Hugo Chávez lo confesara en una oportunidad, la noticia del Golpe de Estado de Augusto Pinochet (11 septiembre 1973), un militar que a partir de ese momento encarnaría para el futuro dirigente la representación perfecta de su contra-modelo, le produjo una impresión de muy largo aliento. Al prender la radio para seguir las noticias, escuchó con estremecedora resignación las conclusiones que Fidel Castro, desde La Habana, extraía del derrumbe de la democracia en Chile: “si cada trabajador y cada campesino hubiesen tenido un fusil […] en sus manos, no habría habido golpe fascista”. “Recordamos esa frase para siempre”, cuenta Chávez.
Con Maduro, estas enseñanzas parecen estar resonando más allá de lo que Chávez tenía presupuestado. ¿Qué es lo que está haciendo el Gobierno en la actualidad al otorgarle armas a los civiles de la Milicia Nacional Bolivariana, sino responder a la amenaza “contrarrevolucionaria”, identificada ya por Fidel Castro en el Chile de los 70? El objetivo de esta decisión es, en los labios de Maduro, explícito: “Iremos a la organización y entrenamiento de un millón de milicianos y milicianas organizados, entrenados y armados para defender la paz, la soberanía y la independencia de la patria”, sentencia.
En esta misma línea, ¿por qué debiera sorprendernos que las autoridades, para denunciar “la violencia y el fascismo”, invoquen una Asamblea Constituyente sobre la base de las estructuras comunales, tradicionalmente fieles al chavismo? Como fuera evocado de forma explícita, la idea era gestar “una constituyente ciudadana y chavista en la que no participarán las viejas estructuras de los partidos políticos”, en otras palabras, embarcarse en un proyecto inspirado por la articulación del “Poder Popular” (concepto clave en la ideología cubana y estrategia privilegiada por muchos militantes chilenos que formaban el ala más radical de la UP y que creían que solo por ese camino se podrían superar los obstáculos que interrumpían la ruta hacia la “victoria del pueblo”); hacer, por ende, deslizar al país desde un sistema democrático tradicional hacia una estructura – a los ojos de Maduro y de sus fieles camaradas – más “auténticamente socialista”.
Luego de la primera etapa revolucionaria conducida con determinación, pero a la vez con cierta gradualidad por Hugo Chávez, Venezuela está entrando en una “segunda fase de la historia”, un camino que desde ahora busca alejarse de la “institucionalidad burguesa”. Nunca sabremos realmente si este desenlace era el camino deseado por el Comandante Chávez Frías, quien se preocupó siempre por validar sus proyectos a través del voto popular (aunque si esto obedecía a una profunda convicción democrática o a la explotación eficaz de su innegable popularidad constituye un secreto que se fue a la tumba junto con el ex mandatario). Pero más allá de estas suposiciones, no debiera sorprendernos en demasía el nuevo camino trazado por Maduro: a la luz de múltiples ejemplos anteriores (incluido el propio caso cubano), observamos que los planes iniciales suelen a mendo radicalizarse ante la dura realidad de la erección del proyecto revolucionario.
Como lo dejaba entrever el Presidente venezolano en su alusión al Golpe de Estado de 1973 – drama que también infundió en su tiempo a los cubanos un renovado escepticismo sobre las “revoluciones democráticas” – esta nueva orientación se haya inevitablemente ligada a los ecos del ayer. Al igual que en el Chile de los años 70, observamos hoy en Venezuela cómo la espiral inflacionaria arrecia con brutalidad creciente cada uno de los aspectos de la vida cotidiana; percibimos en el discurso de la Casa Blanca y en las resoluciones de la OEA una intensificación de la “reacción internacional”, así como la imposición progresiva de sanciones susceptibles de debilitar el régimen imperante; constatamos también, a raíz de la ruidosa ruptura con la Fiscal Luisa Ortega Díaz (quien desde el extranjero no ha cesado de denunciar la administración de Maduro) o con la ex Defensora del Pueblo Gabriela Ramírez, cómo el frente chavista se ha dividido entre una estrategia continuista, respetuosa del legado de Chávez, y un afán “maximalista” (¡cómo no recordar nuevamente los debates en el seno de la izquierda chilena entre 1970 y 1973!).
Pero si, a los ojos de La Habana y de los herederos (¿infieles?) del chavismo, la caída de la Unidad Popular refleja una realidad particularmente evocadora, debemos reconocer la existencia de una diferencia de peso en la Venezuela de hoy. Las Fuerzas Armadas, de cuyas filas salió el Teniente Coronel Hugo Chávez, parecen mantenerse fieles a las designios del ejecutivo. Ante esta ventaja decisiva, podemos preguntarnos, ¿superará la “Revolución Bolivariana” esta fase crítica? O, en un lenguaje edificado en la visión ideológica de Maduro y sus consejeros, ¿subyugarán en este “combate” decisivo al “imperialismo” para encaminar el país hacia la “victoria final”? El tiempo lo dirá.
Por el momento, solo podemos notar que, de alguna manera, Nicolás Maduro está haciendo lo que, a pesar de las exhortaciones de Fidel Castro, Salvador Allende no quiso hacer en Chile, para así preservar lo que el líder de la UP llamaba la “vía pluralista hacia el socialismo”. Las llamas incandescentes de La Moneda, que albergaban el cuerpo injustamente inerte de Salvador Allende hace más de 40 años, parecen aún estar infiltrando, con su humo expansivo, los muros permeables del Palacio de Miraflores.